miércoles, 12 de noviembre de 2008

Blanca y dulce cocaína


En esta primera entrada formal del blog, y dado que de momento no dispongo de ninguna imagen propia para mostrar, quiero comenzar hablando del estupefaciente en cuyo consumo ostentamos el record mundial. La cocaína.

Farlopa, oro blanco para más del tres por ciento de la población, blanca mierda para el resto, rompe tabiques nasales a la misma velocidad que destroza familias. Completamente adulterada, mezclada con inimaginables sustancias que engordan su volumen y su peso. Simulando con productos químicos el adormecimiento de la mandíbula, cosa que debería hacer el narcótico en el caso de que su pureza sea alta. La gente la consume para estar en tensión, con los nervios de punta, atentos a cualquier injerencia en su espacio vital. Piensan que el polvo blanco es capaz de resucitar a los borrachos a punto de desplomarse, lo que no saben es que con esto consiguen el efecto contrario, amén de mermar su atención y los reflejos de gacela que creen conseguir al consumirla. También se toma para dar fluidez a ciertas conversaciones. Conversaciones que, siendo tú uno de los interlocutores, parece que pueden arreglar el mundo; acabar con la guerra, el hambre, hermanar a los pueblos. El sentimiento de empatía que inspira es tan grande que se imprime en todas las cosas que puedan pasar por el pensamiento, pero cuando finaliza este efecto, la realidad se cierne sobre el cerebro como los años setenta se cernieron sobre los sesenta en la costa oeste norteamericana; yendo éste último símil en honor a Thompson.
De esta manera, chácharas insensatas y llenas de imprecisiones se convierten en conversaciones al nivel de inteligencia del MI6, con la misma facilidad que ofrece el gesto de agacharse y aspirar un polvillo por la nariz.

Esto me recuerda una conversación entre dos conocidos míos. Los dos se llaman Cristian, y un día que todos decidimos dejarnos llevar por las dulces mareas del ácido, ellos decidieron entregarse a los efímeros encantos de las blancas líneas. Pertenecientes a dos generaciones diferentes, su relación siempre ha sido tensa. Uno se declara republicano, el otro es facha, como su padre. Esa noche, arropados por una manada de locos que se reía de las vueltas de las aspas del ventilador, se hermanaron bajo el virtual calor humano que ofrece un gramo de coca. Recordaron casi con lágrimas en los ojos, mientras esnifaban generosas rayas, los pueriles tiempos en que, por un tiempo, fueron vecinos del campo. Amantes los dos de la música electrónica, y de pasarse horas y horas de plantón en las discotecas, con un cubata en la mano y sorbiéndose los mocos continuamente, se recomendaron varios templos del tecno con un énfasis que rozaba el chauvinismo. Después de un prolongado rato de almibarado parloteo amistoso, los grandes compadres se fueron cada uno con sus respectivas amistades, dejándonos a los demás persiguiéndonos las sombras durante dos o tres horas más.

Unos meses después, los dos Cristianes se encontraron por la calle, mientras sacábamos los coches de un parking. Quedando aquella hermosa conversación hundida en el pozo ciego del pasado, las únicas palabras que se dirigieron el uno al otro fueron: Cristian, tienes que ir al gimnasio que te estás poniendo gordo- a lo que el otro responde sumisamente debido a la presencia de varias doncellas- es verdad, me estoy descuidando mucho el cuerpo. Un comentario cuyo tono estaría fuera de lugar en una conversación farlopera como la que tuvieron meses antes, en aquellas circunstancias era perfectamente normal, incluso jocoso. Todos reímos, yo también, pero me acordé de aquella noche y de aquel estrambótico diálogo que mantuvieron. Me di cuenta de cómo la droga agrupa bajo sus diferentes ramas a los consumidores. Lo que quiero decir es que, alguien que presenciase aquella situación desde fuera, vería que mientras la mayoría íbamos a bordo del submarino de los Beatles, estos dos sujetos, que nunca habían sido amigos, se hermanaban hasta el punto de darse varios abrazos en un lapso de tiempo de una media hora. Y todo gracias a los efectos de la blanca y dulce cocaína, que tiene la asombrosa capacidad de crear espejismos sociales y de hacer crecer amigos como setas en otoño. Pero espejismos que se desvanecen a la misma velocidad que la sangre que pasa por las venas de las sienes durante el síndrome de abstinencia, y amigos envenenados como amanitas phalloides.

Y como colofón, un video musical que ilustra lo que digo más arriba sobre la capacidad de la cocaína para hacer amigos. Con todos ustedes, La Polla:

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bien escrito, pero muy largo.
Por cierto, tienes toda la razón.